Me levanté con una sensación de pesadez de estómago; no le dí mayor importancia porque la noche anterior había salido a tomar una copa y podía tratarse de una simple acidez. Sin embargo no debían ser síntomas de resaca, recordaba claramente lo sucedido y no me había excedido con la bebida, pues sólo tomé un par de tintos cenando y un whiskey solo en una terraza de verano. A pesar de ello, cada vez me sentía peor, con ganas de vomitar e iniciando una diarrea de dos días.
Suelo seguir mis rutinas diarias, así que comencé con mis ejercicios de todas las mañanas. Tuve un par de calambres musculares que me hicieron sentir un agudo dolor en uno de los gemelos. Las últimas flexiones no las pude hacer, ya que tuve que regresar con urgencia a casa y entonces fue cuando comenzó todo. Tras vomitar varias veces y limpiarme por dentro a conciencia, comencé a sentir el impacto de la fiebre en mi organismo llegando a estar varias horas en un estado de semi-inconsciencia y pesado sueño, sólo agitado por escalofríos cada vez más frecuentes.
Sabía que estaba mal y tenía que intentar llegar a un hospital, pero apenas podía moverme. Aun haciéndoseme enormemente difícil el incorporarme, era una cuestión de determinación y fuerza de voluntad el poder salir de ese estado. Sabía que si me quedaba tendido en un sofá, agitado por la fiebre, sin medicación, podía deshidratarme. Tuve la imprudencia (o el valor, según se mire) de coger mi coche y conducir hasta un sanatorio cercano, con la palabra “Salud” en su nombre, donde fui atendido por una médico sustituta. Me acuerdo de bastante poco después de eso, sólo de los pinchazos hasta encontrar alguna de mis “huidizas” venas, según la expresión del ATS de turno. Caí en un sopor pastoso, que me dejaba como un regusto dulce en la boca y me sentía terriblemente cansado. Oía comentarios vehementes de las enfermeras cuando avisan que un fallo en los computadores de “radiología” harán demorarse los resultados de los análisis y pruebas más de dos horas. Nada me parecía real, creía estar viviendo un sueño de matices surrealistas en el que un enorme reloj marcaba una hora infinitamente detenida, como si el minutero rebotara continuamente entre dos rayas de la esfera. La gota del suero, la clepsidra que realmente lleva la cuenta del tiempo de los dolientes, caía con desesperante lentitud. No hay nada detrás del árbol metálico que sostiene la clepsidra, sólo una pared blanca que sugiere un espacio vacío, sin límites, que es indiferente a cuanto ocurre en la sala de este sanatorio o en la de cualquier otro hospital. Al final es eso, padecemos y holgamos en un Universo que es desconocedor, o quizás indiferente, de nuestra existencia como humanos.
Parece que fue una gastroenteritis causada por unas gambas de dudosa filiación que, aun siendo servidas primorosamente en un plato “decorado” según las nuevas tendencias, contenían un veneno capaz de llevarme a la situación de postración en la que me encontraba, e incluso podría haberme matado si no hubiera sido por la descarga de medicamentos a la que fui sometido sin tregua durante toda la tarde.
Una vez de regreso a casa y, tras haber recuperado algo de fuerzas, dí en pensar. Tenemos tantos planes por realizar, tardes que pasear, tangos por bailar, libros a medio escribir, labios que besar…sin embargo, incluso situándonos desde la perspectiva de nuestros orgullosos veintantos años: ¿cuántas puestas de sol memorables realmente nos quedan por vivir?¿a cuantas milongas asistiremos sin caer en la rutina o el tedio?¿seremos capaces de dejar algún libro que no acabe sujetando mesas?¿cuántos de esos besos significarán un amor verdadero?
No, no son tantas las puestas de sol, las veladas memorables, los desafíos intelectuales o las ocasiones de amar y ser amados que nos quedan por vivir. Por qué, entonces, siempre pensamos que lo mejor está por llegar y que tenemos un número de ocasiones casi ilimitado para comenzarlo todo otra vez, desde el principio, después de haber desaprovechado la última ocasión de felicidad que de forma imprevisible la vida nos ofreció. Quizás la respuesta está en que no aceptamos el hecho de un Universo al que le somos indiferentes. Seguimos pensando en la Providencia, aun no creyendo en nada, como inspirador de los designios que rigen la vida de los hombres. Creemos que hemos de recibir un trato justo de nuestro fatum, tener nuestra porción de oportunidades de felicidad, pero esto puede que no sea así y que sólo en muy contadas ocasiones lleguen esos momentos de oportunidad, que nos pueden llevar a la felicidad si sabemos aprovecharlos. Y esto sólo debido al mero azar.