Cuando pienso en mi vida sólo puedo recordar momentos felices, sin embargo se me considera un gran pesimista. Cuando pienso en el amor sólo puedo añorar puestas de sol y manos prendidas, sin embargo se me considera distante, frio y desconsiderado. Cuando pienso en el sexo sólo puedo recordar la felicidad que le dí a mi pareja, sin embargo se me considera egoista. Y así podríamos extendernos en reflexiones similares para llegar a la conclusión de que he fallado en lo principal.
Habiéndome entregado, no he convencido. Si renuncié por amor a mi mayor capital, no supe seducir. Si logré aconsejar y conseguir, no dejé constancia emocional.
A pesar de todas las frustaciones, ahora sólo viene a mi memoria una puesta de sol desde del Capitolio. Asomados a la baranda se podía ver a lo lejos la cúpula de San Pedro en el Vaticano, alguna torre quizás del Quirinale y, sobre todo, la Ciudad Eterna, o un pedacito de ella, que nos esperaba para pasearla lo que nos llevó a la gloria. Momentos felices, eso es todo lo que puedo recordar.
Dándome completo, renunciando a todo lo que supone una cierta "comodidad" en esta sociedad provinciana y burquesa ¿por qué el resultado es desamor? No hubo ni un momento de tranquilidad en ese viaje, ni en los meses posteriores. Todo fue estropeado por el profundo rencor que engendra en una mujer la sospecha de "infidelidad".
Recorrimos Roma, de la manera menos romántica que se pueda imaginar. Mi obsesión era pisar la tierra donde se gestó uno de los episodios más brillantes de la Humanidad: la República, el Imperio, la decandencia de raíz cristiana que trajo Constantino. A cada paso, en el Foro Romano, me encontraba con la Historia. Cuando llegamos a la Curia Iulia, el antiguo edificio donde se reunía el Senado, mi entusiasmo no conoció límites: estaba en el mismo lugar donde Cicerón clamaba contra Catilina. Podía "sentir" el ambiente de las gloriosas sesiones en las que se debatía el futuro del Mundo, civilizado y gobernado por la Lex Romana.
Cada piedra, cada columna mocha era para mí un "link" a mis recuerdos de estudiante de bachillerato deslumbrado por la grandeza de Roma. La emoción no cabía en mi pecho cuando cuando descubrí el lugar de la "rostra". No quedaban más que cuatro piedras, nada de las antiguas tallas que representaban el mascarón de proa de alguna nave capturada, ¿pero se puede ser más feliz al contemplar el lugar exacto desde el que los retores se dirigían al pueblo de Roma? Ahí, en ese lugar, comenzó nuestra civlización, ya que desde esa tribuna se instruía, informaba, y desinformaba, al pueblo de Roma, que era el soberano del Mundo.
Pues bien, todo este itinerario no fue más que un duro suplicio para mi amor. No comprendía que, llegados a este montón de piedras, pudiera tener algún interés distinto de pasear con ella siguiendo los caminitos pisados por miles de turistas, haciendo fotos y galanteándola en cada sombra del recorrido oficial.
El resto de los días fueron una sucesión de desencuentros, no había trayecto en el que no se agotara, "trattoria" que visitáramos en la que le agradara la comida, recorrido que no le pareciera extenuante, conversación que no le incomodara. Y, sin embargo, ¡yo sigo recordando aquel viaje a Roma!
¿Qué nos hace recordar sólo lo excelso de nuestra vidas?¿por qué no recordamos los momentos miserables, los desencuentros, las malas caras, las ingratitudes injustificadas?
Yo creo que la respuesta es que aspiramos a la felicidad. Al entregarnos completamente no esperamos recibir gran cosa a cambio, sólo con la presencia del ser amado estamos pagados: ¡menudo error! Hay que observar todo el tiempo, ya que si nuestras mejores atenciones caen desapercibidas, si nuestra devoción es menospreciada, si lo que se espera de nosotros es sólo seducción, pero no se agradece nuestra entrega, quizás estamos quemando el tiempo precioso que aún os queda persiguiendo una quimera que bajo la forma mujer no es más que una pantera.
Quizás llegado a este punto de mi reflexión lo único sensato es seguir bebiendo "four roses" (Kentucky bourbon whiskey) y pensar, que según Quevedo, sólo nos salvará, al final, ser un polvo especial: "polvo enamorado" porque sí que conocí el amor y doy fe de que existe.
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